Análisis de la «teología del pueblo» tan en boga en la actualidad y supone el sustrato ideológico de numerosos acontecimientos recientes en la Iglesia. Propone esclarecer tres puntos fundamentales: a) la naturaleza de la «teología del pueblo» (punto de partida y categoría fundamental que maneja -pueblo-); b) la filosofía, más allá del marxismo y de la hermenéutica, que funciona como presupuesto: el romanticismo; c) la incompatibilidad de esta teología (en realidad, ideología) con la fe común de la Iglesia católica.
por Carlos Daniel Lasa
por Carlos Daniel Lasa
1.- Introducción
La «teología del pueblo», por nuestros días, goza de fama y predicamento. Algunos señalan, con o sin fundamento, que esta teología se ha hecho oficial en la Iglesia católica. Sin embargo, la mayoría de los que refieren esto, más allá de asegurar que la misma está alejada del marxismo por cuanto no utiliza ni la teoría crítica de Marx para analizar la sociedad ni la noción clasista de pueblo –pensando de modo desaprensivo que el marxismo es sólo una teoría social y no una filosofía que se hace mundo–, desconocen su naturaleza.
Esta situación provocó en nosotros el deseo de determinar, fundamentalmente, tres cuestiones, a saber: cuál es su naturaleza, de qué presupuestos filosóficos es deudora, y cómo debiera concebirse su relación con la fe común católica.
Para abordar el primer tópico nos será preciso centrarnos en la cuestión del punto de partida, ya que desde allí podremos precisar qué debe entenderse por «teología del pueblo», incluyendo el análisis de la categoría de pueblo. En un segundo momento, nos ocuparemos de una breve exposición de aquella filosofía que está en la base, a nuestro juicio, de esta teología: nos referimos al romanticismo. Ciertamente que existen otras fuentes próximas de las que la «teología del pueblo» es deudora, fundamentalmente, la filosofía hermenéutica. Sin embargo, nosotros consideramos que las tesis de fondo, cuales son la noción de pueblo, de liberación, de auto-esclarecimiento, de un nosotros situado, encuentran en el romanticismo su principal fuente de inspiración. Finalmente, nos haremos cargo de una pregunta crucial para la vida de la Iglesia católica: ¿resulta conciliable lo sostenido por la «teología del pueblo» con el depósito de la fe común de la Iglesia?
1.1. El punto de partida
En un estudio acerca de la teología de la liberación, Juan Carlos Scannone distingue cuatro corrientes principales dentro de la misma. Cuando describe la última de las corrientes, cuyo representante principal es el teólogo argentino Lucio Gera, Scannone refiere que ha sido J. L. Segundo el que ha calificado a esta línea teológica como teología del pueblo[2], dentro de la cual incluye a otros teólogos brasileños que tienen un diferente enfoque. Y añade Scannone que E. Jordá la llama teología liberadora en lo sociopolítico y que, en alguna ocasión, se la ha denominado teología de la pastoral popular.
El mismo Scannone, en el artículo referido, se ocupa de trazar dos diferencias fundamentales de esta teología respecto de aquella otra teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez: por un lado, se diferencia respecto de la noción de pueblo al cual no concibe como clase; por otro lado, la teología del pueblo no echa mano del análisis marxista[3]. En este punto caben dos consideraciones importantes, cuales son: a) la noción de pueblo elaborada por la teología del pueblo, ¿escapa a la noción de pueblo como clase?; b) la teología del pueblo en virtud del rechazo del análisis marxista, ¿se sitúa en una posición distante del mismo?
Respecto de la primera referencia hay que señalar, ante todo, que el concepto de clase, para la teología del pueblo, no es aplicado, como en Marx, a la división de la sociedad entre dominadores y dominados fundada en la organización de la producción[4]. Sin embargo, no consideramos que se aparte de una lectura clasista de la sociedad[5]. En efecto, se establece una neta distinción entre la clase popular y la anti-popular. El criterio para determinar la división de estas dos clases no es de naturaleza económica sino cultural. La clase popular es fiel a lo genuino del ser nacional; la clase ilustrada, por el contrario, desconoce lo propio de éste. La relación entre las dos capas no escapa a la lógica dominador-dominado.
El mismo Scannone, además, reconoce
que la teología del pueblo no toma la lucha de clases como ‘principio hermenéutico determinante’ de la comprensión de sociedad e historia, con todo, da lugar histórico al conflicto, aun de clase, concibiéndolo a partir de la unidad previa del pueblo. De ese modo la injusticia institucional y estructural es comprendida como traición a éste por una parte del mismo, que se convierte así en antipueblo[6].
En este duplo, el dominador (la clase ilustrada) es el encargado de mantener soterrado lo más genuino del pueblo. La tarea que se le impone, entonces, consistiría en rescatar esa realidad genuina, y para eso es necesario quitarse de encima (liberarse) de todo aquello que lo impida. Será ésta, como veremos más adelante, la tarea que la «teología del pueblo» asigne a todos los hombres que cultivan la vida intelectual, especialmente la filosofía.
Respecto del segundo aspecto señalado, es preciso advertir que en lo afirmado por Scannone reside una reducción del marxismo a materialismo histórico, o sea, a ciencia de la historia. Contrariamente a la tesis expuesta por Scannone, consideramos que el marxismo es, ante todo, materialismo dialéctico y, por eso, una filosofía. No nos podemos extender demasiado sobre esta cuestión por razones obvias; sólo queremos señalar que en el Marx filósofo, antes que en el Marx analista de la historia, se produce un cambio epistemológico en la filosofía misma ya que en su tesis XI sobre Feuerbach, la filosofía deja de ser comprensión para pasar a ser transformación del mundo. Esto conduce, como no podría ser de otra manera, a la priorización de la praxis respecto de la teoría. Tal como sucede en Marx, su praxis política se identifica con su articulación filosófica, esto es, con su misma realización. Asimismo, y como consecuencia de este cambio epistemológico, Marx en la tesis VI sobre Feuerbach, niega en el hombre la existencia de una naturaleza, reduciendo su ser al conjunto de relaciones socio-históricas. Esta visión antropológica quita del hombre un principio autónomo que lo relacione con el Ser creador y que lo haga partícipe de una dimensión eterna. Privado el hombre de su religación constitutiva con el Ser creador, su ser pasa a estar constituido por las estrictas relaciones sociales, por la dimensión de la polis. En consecuencia, como acertadamente lo señala Del Noce, la ética es absorbida por la dimensión política. El nosotros subsume al yo.
Como podremos apreciar hasta este punto del desarrollo del presente escrito, en la «teología del pueblo» están operando tesis que se encuentran en perfecta consonancia con la filosofía de Marx: la primacía de la praxis, la absorción de la ética por parte de la política, la superioridad de un nosotros respecto del individuo. En relación a este último punto, Scannone mismo se encarga de precisar que la teología del pueblo no
«… comprende entonces al pobre solamente en forma individual… sino también colectiva y social, como pueblo y como clase. Aún más, lo comprende estructuralmente, es decir, comprende su pobreza como resultado de un sistema social injusto y opresor… De ahí que la praxis liberadora que a esa palabra responde y corresponde, tiende no sólo a aliviar la situación, sino a transformarla estructuralmente para construir una sociedad cualitativamente nueva»[7].
La teología del pueblo no encuentra su punto de partida ni en un ver (teoría) un orden inteligible en el seno del ser, ni tampoco en un oír la eterna Palabra de Dios. El punto de partida no puede encontrase en la eternidad sino en el tiempo: el inicio es siempre histórico, contingente, temporal. En realidad, para esta posición teológica, el hombre no es capaz de pensar sub specie aeternitatis sino sólo sub specie temporis.
En verdad, ningún hombre (y consecuentemente ninguna teología) puede tener un punto de partida fijo que se sustraiga de la historia y de su relatividad. En la teología del pueblo, en realidad, opera aquello que señalaba Ernst Troeltsch:
«Una vez aplicado a la ciencia bíblica y a la historia de la Iglesia, el método histórico es una levadura que todo transforma y que, por último, desagrega la forma precedentemente asumida por los métodos teológicos»[8].
No se trata, entonces, de encontrar en la revelación bíblica el punto de partida fijo y autónomamente normativo para toda consideración histórica, sino que debe partirse de la historia misma (en este caso, como veremos, del estar del pueblo) para ver si en ella pueden ser encontrados valores «absolutos» correspondientes al deseo humano[9]. En realidad, tenía razón Troeltsch cuando sostenía que el método histórico había provocado una revolución total en el modo de pensar, y que ya nada podía ser visto como absoluto e inmodificable, sino que todo debía ser considerado como producto del mismo flujo de la historia[10].
La metafísica griega, pues, cede su lugar a un nuevo modo de hacer filosofía que no puede tener su origen ni en el ver ni en el oír («Habla, Yahveh, que tu siervo escucha» 1Sam 3,9) sino en el sentir con el corazón aquel principio primero: el «nosotros estamos». Esto es así porque, en realidad, el hombre sólo es capaz de conocer aquello que va fabricando o va poniendo en práctica, y no principios eternos allende la historia de cada pueblo[11]. La inteligencia de la fe, de este modo, no puede llevarse a cabo a partir de una razón metafísica abstracta, propia del pensamiento griego, sino desde una práctica esencialmente histórica. El intellectus fidei formulado desde una metafísica del ser resulta totalmente ingenuo por cuanto no tiene en cuenta que la formulación temática de esos principios que considera eternos es puramente histórica, forma parte de una cultura determinada, e implica opciones históricas co-culturales y ético-políticas[12].
Refiere Scannone:
«Por lo tanto, el punto de partida de la TL no son las verdades de la fe tomadas en sí mismas –a cuya luz ella interpretará teológicamente la praxis–, ni siquiera la praxis de liberación movida por la caridad –lugar y objeto de la reflexión teológica–, sino que es una instancia que le es previa…»[13].
Esa instancia previa es la palabra de los pobres y de los oprimidos[14]. Este punto de partida es práctico porque se trata de un conocimiento que se da en la praxis, y a la vez es teórico, porque es un conocimiento verdadero[15]. La teoría es, en realidad, no acto primero, sino acto segundo, acto mediante el cual se da cuenta de la praxis. La primacía, pues, la tiene la praxis.
Es dado advertir que, así como la inteligencia cristiana tendrá un nuevo objeto al que buscará conocer y profundizar, éste no será la Revelación divina sino la sabiduría popular. En esta sabiduría popular, el teólogo encuentra el «sensus fidei» como lugar teológico[16].
Advertimos aquí un sentido diverso de sensus fidei respecto del de la teología católica. Para esta, nos dice Congar, el sensus fidei «es el poder de discernimiento y de percepción de su objeto»[17]que es el Dios de la revelación y sólo existe en comunión con la Iglesia ya que la infalibilidad de lo creído corresponde a ella[18]. Para Scannone, sensus fidei se identifica, sin más ni más, con la misma sabiduría popular. Nos permitimos señalar, además, que no hemos encontrado texto alguno en que los teólogos del pueblo hagan referencia a la presencia del pecado original en el sujeto colectivo (el pueblo) del cual se predica la sabiduría. Sí pueden encontrarse los dogmas de la caída y del pecado original aunque transferidos al plano de la experiencia histórica. El pecado original se traslada del ámbito teológico al político: el pecado radica en una determinada forma de organización política. Al respecto, refiere Del Noce:
«… dado que el mal es consecuencia de una particular organización de la sociedad, se convierte en sujeto de imputabilidad, y no de un pecado original, mientras que la política es elevada a religión y reemplazada por la liberación del hombre»[19].
Como ya lo adelantamos, la teología del pueblo encuentra en el «nosotros estamos»[20]el punto de partida[21]. El «nosotros estamos» es la primera forma de sabiduría de los pueblos[22]. Advirtamos que el sujeto del estar es un sujeto comunitario, pero no es sujeto sólo del estar, sino además, del ser y de la historia y, por lo tanto, del saber sapiencial y del simbolizar que lo articula[23]. El nosotros contiene, en su mismo seno, una dimensión trinitaria: yo, tú y él. Este nosotros está arraigado a la tierra (entendiendo por tierra no la naturaleza, sino la experiencia ético-religiosa en la cual se manifiesta la unidad y la distinción): la relación hombre-hombre (el nosotros como «yo», «tú», «él») y la relación hombre-Dios (el nos-Otros que implica el absolutamente Otro)[24].
Ahora bien, ¿qué «ventajas» tendría hacer uso del estar en lugar del ser y del acontecer (la revelación bíblica)[25]? El estar, contrariamente al ser, señala Scannone, no da cuenta de la naturaleza o esencia de las cosas, sino de un estado pasajero, contingente. El estar no hace referencia a nada intrínseco del sujeto, sino que, por el contrario, pone de relieve su no permanencia, su transitoriedad, su esencial contingencia. Cuando el verbo estar se usa seguido de la preposición «en» indica ubicación; de este modo, el estar posee una fuerte connotación espacial. Pero también el estar indica temporalidad ya que, por ejemplo, cuando digo «estoy cantando» significo una duración y actualidad en la acción de cantar. A propósito de esto último, refiere Scannone:
«Pareciera que así el ‘estar’ no pierde su significación espacial: es como si la acción de cantar (o cualquier otra, expresada por el correspondiente gerundio) tuviera como trasfondo indeterminado el estar realizándola. En ese contexto habrá que entender la expresión que usa Kusch para hablar del ser de los que están: ‘estar-siendo’. La acción de ser emerge del trasfondo del estar o está como contenida en él, como en un gran recipiente del puro ‘da’ (ahí) que es al mismo tiempo puro ‘dass’ (el hecho de que), es decir, el ‘puro estar no más’ »[26].
En definitiva, el estar da cuenta mejor de la realidad en tanto que exige sólo una determinación circunstancial y transitoria, «en especial la de la situacionalidad del ‘ahí’ o de la mera ‘facticidad’»[27]. Este estar resulta inexpresable, imposible de conceptualizar. El estar, sustraído a toda conceptualización, es previo al ser de los entes, a su verdad y a su bondad. Comenta Scannone:
«El ‘desde donde’ que da raíces al nosotros y al símbolo, se sustrae. Posee una tal irreductibilidad, que no es totalmente recuperable por la automediación de la razón, del sentido y del fundamento, ni tampoco por la mediación de la voluntad o la libertad: siempre guarda algo de previo y originario con respecto tanto al pensar como al querer»[28].
El estar, contrariamente al ser que es idéntico, necesario, inteligible y eterno, es ambiguo, destinado, abisal e imprevisible. El estar es ambiguo porque no es unívoco en virtud de su riqueza esencial y de su sustracción a toda determinación lógica o ética; el estar es destinalidad en cuanto posee una necesidad propia de lo fáctico (por eso no inteligible) y «de la gratuidad de la que nos resulta gratuito como fruto de un destino o de un juego que se juega con nosotros»[29]; el estar es abisalidad porque, si bien se puede saber sapiencialmente, no puede conocerse objetivamente, permanece como misterio; el estar es imprevisible porque lo imprevisible que acontece, acontece no desde la libertad y de la gracia sino desde la destinalidad abisal[30].
Ahora bien, este «nosotros estamos» tiene una sabiduría que le es propia, esto es, el logos simbólico. Este logos, si bien situado, no deja de ser universal. Refiere Scannone: «En base a ello puede comprenderse cómo el núcleo de la cultura de un pueblo –que se dice en símbolos– sea no sólo mítico y ético, sino también sapiencial (lógico) y, por tanto, de valor universal, aunque geo-culturalmente y éticamente situado»[31]. Este logos popular es un logos libre, aunque religado a la dimensión numinosa del estar. Este logos es especulativamente-práctico, por cuanto no sólo es verdadero conocimiento sino, además, orientador de la vida tanto a nivel ético como religioso. Lo ético no hace referencia a la dimensión individual sino, fundamentalmente, a la política. No olvidemos que el punto de partida de la teología del pueblo no es la persona sino un sujeto colectivo, un «nosotros».
Más arriba señalamos que la filosofía tendrá, desde la concepción de esta filosofía inculturada, una nueva finalidad. Su objeto de estudio ya no será el ser, sino la articulación conceptual del conocimiento simbólico. Refiere Scannone:
«La filosofía puede y debe explicitar y articular conceptualmente dicha sapiencialidad, en servicio del aporte filosófico universal de América Latina. Pues la sabiduría popular es un universal situado tanto histórica como geo-culturalmente. Ella no se encuentra ante todo en la filosofía académicamente elaborada, sino en otros ámbitos del vivir y del pensar: el religioso, el político y el poético. Son los símbolos… los que articulan en lenguaje humano total ese pensar sapiencial y práxico, cuyo sujeto es comunitario: el pueblo. Tal pensar tiene su ‘logos’, y por tanto, su propia lógica. Por ello, aunque se vive y se dice primariamente en el elemento del símbolo, con todo la filosofía puede desgajar su momento especulativo, poniendo al concepto a su servicio»[32].
La filosofía, de este modo, ya no es ancilla theologiae, sino sierva de la sabiduría popular. La sabiduría popular, radicada en el pobre, otorga a la filosofía tanto su punto de partida (le da qué pensar), su contenido (el conocimiento simbólico que debe articular), y su finalidad por cuanto se erige en un conocimiento teórico al servicio de la causa de los pobres[33]. Ahora bien, si la filosofía tiene como objeto de pensamiento un modo de ser situado, propio de un nosotros circunscripto a una cultura determinada, cabe preguntarse: ¿en dónde radica, entonces, su universalidad? Scannone nos diría que, si bien las categorías básicas que han surgido de su filosofía inculturada (cuales son: el «nosotros», el «estar», la «mediación simbólica») son situadas, no por eso dejan de ser universales[34]. Sería éste el aporte genuino de la filosofía latinoamericana a la filosofía occidental.
Y esta universalidad, entendemos, no lo sería por el contenido del nosotros, del estar y de la mediación simbólica –por cuanto cada pueblo es una expresión del fondo abisal–, sino por la categoría tomada en su formalidad. Al respecto cabría preguntarse nuevamente si estas categorías, en su aspecto puramente formal, son algo propio de Latinoamérica o, más bien, han sido tomadas del patrimonio de la filosofía continental.
1.2. La noción de pueblo
Pueblo es el «estar siendo», es un sujeto colectivo que posee una historia y una cultura propias. Scannone se encarga de remarcar que todo pueblo es sujeto de una historia y no de la historia, y que dicha historia, si bien vivida, puede no haber sido explicitada a nivel consciente[35].
Esta cultura popular equivale a un estilo, a un modo de vivir que sabe acerca del sentido de la vida y de la muerte. Refiere el autor:
«La cultura así definida no sólo comprende un núcleo de sentido último de la vida, y el plano de los símbolos y costumbres que lo expresan, sino también el plano de las instituciones y estructuras políticas y económicas que lo configuran o –como sucede en AL– lo desfiguran. Por tanto ‘pueblo’ es una categoría primariamente histórico-cultural: es histórica porque sólo históricamente puede determinarse en cada situación, según el contexto histórico y las relaciones ético-culturales y éticos-políticas, quiénes y en qué medida se pueden llamar ‘pueblo’ o tienen carácter de ‘anti-pueblo’. Es cultural porque se refiere a la creación, defensa o liberación de un éthos cultural (modo particular de habitar éticamente el mundo como comunidad)»[36].
Lucio Gera señala que esta corriente debe ser llamada culturalista porque pone el acento en los valores y el ethos, más que en las instituciones. Refiere Gera: «No encontramos nuestra identidad en tal o cual institución del pasado, sino en el núcleo axiológico que estaba detrás de ella, en los valores, que de pronto eran oscurecidos por las instituciones»[37].
Advirtamos que ese modo de ser, propio del pueblo, conlleva un sentido último de la vida. El ser propio de cada pueblo es una determinación primera respecto del principio constituido por el estar y, por eso no es el sentido, sino que es un sentido entre la pluralidad de sentidos propios de los más variados pueblos. Cada pueblo, desde el fondo abisal de su estar, se constituye como un sujeto colectivo portador de un proyecto conocido, en tanto sentido con el corazón, y elegido. Aquello primero que está en la auto-construcción se erige en lo propio. Precisamente, las crisis de los pueblos surgen cuando éstos desconocen lo genuino, lo fundante. De allí que esta corriente culturalista, propia de la teología del pueblo, insista en que la identidad de cada cultura debe ser encontrada en el pasado originario.
Expresa Lucio Gera:
«La palabra auténtico procede del griego y quiere decir lo que está en el origen, en cambio, espúreo (sic) es lo contrario, lo que se ha introducido en forma imprevista e incoherente. Buscar la identidad, es buscar la autenticidad»[38].
Observemos, en la afirmación anterior, que obrar de acuerdo a aquello que ha sido construido en el origen equivale a autenticidad. Permítasenos hacer la siguiente observación: ¿esta autenticidad es, de suyo, verdadera y buena? Tanto un pueblo como un hombre individual, ¿no pueden, acaso, edificar su conocer y su querer al margen de la verdad y del bien? Si todo es histórico, dependiendo todo principio de una cultura determinada, ¿qué instancia universal poseen, cada pueblo y cada individuo particular, para medir el grado de veracidad y de bondad?, ¿o será que quizás, lo propio, la verdad y el bien convertuntur?
Para Gera, el drama que vive la República Argentina y también América Latina, está provocado por haber perdido aquella raíz construida a partir un proyecto barroco a causa de la irrupción de un proyecto ilustrado que equivaldría, dentro de su lógica, a lo espurio. El barroco, ha sido, tanto para Gera como para Scannone, una síntesis entre el humanismo moderno y la fe. Para superar la crisis, sería menester promover una convergencia entre los dos modelos aunque, reconoce el mismo Gera, ello resultaría muy difícil dado que estos modelos tienen abundantes puntos de contradicción[39]. Esta situación de desagregación interna de la cultura latinoamericana obliga a esta última a superar este eclecticismo mediante la construcción de una cultura que sea orgánica, esto es, una cultura que se configure a partir de un nuevo principio de unidad capaz de reunir las manifestaciones culturales de los dos modelos.
Ahora bien, dentro de todo pueblo se opera una escisión entre aquellos que son fieles a lo genuino y aquellos otros que pretenden incorporar un nuevo estilo de vida. Este nuevo estilo de vida que quieren insuflar los foráneos pareciera que guardase relación directa con el tener, el poder y el saber que los ha convertido en privilegiados[40]. Los pobres, por el contrario, mantienen mejor la cultura originaria en virtud de la resistencia que han sido capaces de oponer a los elementos exógenos que atentan contra lo propio[41].
Por lo que se advierte, la denominación de pueblo cabría aplicarse, strictu sensu, a los pobres, a los marginados, ya que en ellos se conserva, de un modo genuino, el ser propio de la nación. Refiere Scannone:
«Es decir que lo comunitario y lo común encuentran su lugar preferente de condensación, y muchas veces su mejor manifestación, precisamente en los que sólo son ‘Juan Pueblo’, en los pobres y sencillos en cuanto son tales, y en su sabiduría, piedad y cultura populares. En ellos el ethos cultural del pueblo-nación (su modo humano de habitar el mundo), su experiencia histórica y vital, su sentir de la vida y de la muerte, sus aspiraciones, valores y esperanzas, pueden permanecer más fácilmente, y de hecho han permanecido básicamente, sin las desfiguraciones que proceden del ‘tener’, ‘poder’ y ‘saber’ de privilegio»[42].
La noción de pueblo, como ya lo señaláramos, tiene carácter de primer principio en virtud de otorgar la primacía del estar en relación al ser. Esta primacía se funda en la determinación del ser por parte del estar, el cual pone de relieve la esencial fluidez de todo lo que es. Todo lo que es descansa sobre un fondo abisal constituido por aquella dinamicidad que convierte a todo en transitorio, en contingente. El ser, en tanto producto del estar, no puede ser universal sino siempre particular. Arturo Andrés Roig, en su escrito titulado Rostro y filosofía de América Latina, señala que la filosofía latinoamericana «… no se ocupa del ser, sino del modo de ser de un hombre determinado, en relación con sus formas de objetivación y afirmación históricas»[43]. De allí, entonces, que el punto de partida de la filosofía latinoamericana sea, para Scannone, en la misma línea que señala Roig, el «nosotros estamos» como pueblo en el que el «estar» se opone al «ser» y al «acontecer».
2.- La presencia del romanticismo en la teología del pueblo
Fue Bacon quien hizo prevalecer en la ciencia el aspecto práctico por sobre el cognoscitivo, ya que el valor de la ciencia reside en el poder que le otorga al hombre frente a la naturaleza y a todas las cosas. El regnum hominis, el dominio del hombre sobre las cosas, convierte a este último en homo faber en detrimento del homo sapiens.
La naturaleza, consecuentemente, pasa a carecer de un orden intrínseco que sea menester conocer. Esta retirada del mundo objetivo tiene como correlato la centralización del sujeto, esto es, la concentración en sus procesos de observación y pensamiento sobre las cosas. Refiere Taylor:
«El viejo modelo ahora se ve como un sueño de auto-dispersión; la auto-presencia implica ahora cobrar conciencia de lo que somos y de lo que hacemos, reside en la abstracción del mundo que observamos y juzgamos. El sujeto que se auto-define en la epistemología moderna es ahora naturalmente la subjetividad atómica de la psicología y de la política que crecerá del mismo movimiento»[44].
Para Taylor, la pérdida del mundo ha permitido una auto-definición del sujeto en términos de centralidad y poder. De este modo, se ha desarrollado una noción de sujeto caracterizado como aquel que se auto-define, teniendo como correlato un mundo desprovisto de todo significado intrínseco[45]. De ahora en más, las categorías de sentido y propósito le serán arrebatadas a la naturaleza para aplicarse, de modo exclusivo, al pensamiento y a las acciones de los sujetos.
De esta relación del sujeto consigo mismo se desprenderá el individualismo –«la peculiaridad infinitamente particular puede hacer valer sus pretensiones»–[46], y la autonomía de la acción. A su vez, como categoría sucedánea a la de sujeto, aparecerá la idea de revolución en términos de absoluta ruptura, de cesura radical respecto de todo lo anterior. La nueva época inaugurada por el iluminismo es una época que vive orientada, enteramente, hacia el futuro.
Ahora bien, frente a este iluminismo, como anota Taylor, surgirá el romanticismo en reacción a «…algunos puntos críticos de los principales temas de la revolución moderna, pero incorporando también mucho de ella»[47].
El romanticismo se configura a partir de la década de 1770, durante el período del llamado Sturm und Drang, siendo su principal exponente Johann Gottfried Herder (1744-1803). Herder se opone a la concepción antropológica iluminista a la que considera objetivista por cuanto mira la realidad dejando de lado las categorías subjetivas que proyectamos sobre la misma (fundamentalmente, la de finalidad). En consecuencia, una racionalidad objetiva es aquella que renuncia a la causa final de algo, para considerar sólo el funcionamiento, su mecanismo.
Frente a esta antropología mecanicista, Herder propone la noción de expresividad. De este modo, tanto la vida como la actividad humanas serán consideradas como expresiones. En consecuencia, ver la vida como expresión es considerarla como realización de un propósito, como cristalización del yo. Por lo tanto, la vida humana será una acción desplegada a partir del mismo sujeto, es decir, puramente auto-relativa.
Y así como cada individuo tiene su propia manera de ser, su propia identidad, lo mismo sucede con los pueblos. La fuerza interna que permite la realización de la forma humana como propia de cada pueblo encuentra en la externalidad al enemigo en tanto fuerza opuesta a su propio desarrollo.
Cabe consignar que a la idea de expresión debe agregársele la de clarificación. En efecto, una vida o un pueblo se realiza cuando limpia y clarifica sus aspiraciones. De este modo, la peculiaridad propia sólo se aprehende cuando se la concretiza.
De allí entonces que, para Herder, mi humanidad sea única: sólo ella puede revelárseme a mí mismo en su cumplimiento. En este sentido puede afirmarse que cada hombre, tanto como cada pueblo, encuentran en sí mismos su propia medida.
Expresamos anteriormente que el romanticismo, si bien se opuso al iluminismo, sin embargo, incorporó muchos elementos de él. En este sentido, el núcleo central se encuentra en la noción de expresividad. En Herder, debe entenderse como expresión la realización en la realidad externa de algo que sentimos o deseamos, y no como una acción que deba desplegarse de acuerdo a un orden intrínseco que es previo a toda acción humana. De allí se entiende que para Herder no exista la distinción entre ser y deber ser ya que sólo existe un ser que se expresa desde sí mismo.
Al respecto, refiere Taylor:
«… realizar la forma humana implica una fuerza interna que se impone a sí misma en la realidad externa, posiblemente contra obstáculos externos. Ahí donde la filosofía aristotélica veía el crecimiento y el desarrollo del hombre así como la realización de la forma humana como una tendencia al orden y al equilibrio constantemente amenazada por el desorden y la desarmonía, el expresivista veía este desarrollo más como la manifestación de un poder interno aspirando a realizarse y mantener su propio diseño contra el que nos impone el mundo que nos rodea»[48].
Y remata:
«La visión tradicional recibe una nueva formulación en el expresivismo: el hombre se conoce a sí mismo cuando expresa y clarifica lo que es reconociéndose a sí mismo en esa expresión. La propiedad específica de la vida humana es culminar en la auto-conciencia a través de la expresión»[49].
Como puede advertirse, el romanticismo conserva la concepción del sujeto iluminista en tanto subjetividad que se auto-define. Para llegar a clarificarse esta subjetividad será menester utilizar un medio privilegiado: el lenguaje. En este sentido, como acertadamente advierte Taylor, el lenguaje deja de ser vehículo de ideas para pasar a convertirse un medio de la expresión del yo en el cual éste se reconoce. Por eso, el «…centro humano de gravedad está a punto de desplazarse del logos a la poiesis»[50].
Ahora bien, si tanto el iluminismo como el romanticismo tienen en común al sujeto que se auto-define, se diferencian en la posición que cada uno de ellos toma respecto de la tradición. El iluminismo, frente a la tradición, asume una posición de total ruptura, una actitud revolucionaria, una radical cesura respecto de ella al sostener el primado del devenir por sobre el ser. El romanticismo, si bien tiene una actitud positiva respecto de la tradición, sin embargo, en virtud de su visión procesual de la realidad, la termina diluyendo al otorgarle una forma nueva y entendiéndola desde un punto de vista puramente histórico.
Volviendo a la noción de sujeto que se auto-define, esta ha adquirido dos valencias diversas: para el iluminismo se trata de un sujeto trascendental, de carácter universal el cual, situado más allá de lo que deviene, se puede imponer como principio de legislación universal. La unidad se impone sobre la diversidad. Por el contrario, para el romanticismo, el sujeto que se auto-define es puramente histórico y, como tal, múltiple. No existe un principio de legislación universal sino diversos modos de ser cuyo único principio a seguir es el propio desenvolvimiento individual de cada uno.
Herder, al igual que los románticos, se opone a una visión fragmentada propia del iluminismo, el cual establece una escisión entre razón y sentimiento, entre cuerpo y alma. Para ello, Herder asumirá (como ya lo expresamos más atrás) la categoría de expresividad como la noción central de su pensamiento. Así, entonces, tanto la vida humana como su actividad serán consideradas como expresiones. Aquí es preciso advertir que esta doctrina no implica una vuelta a la metafísica (como si la expresión fuese concebida como una manifestación de un orden ideal que existe de un modo independiente del pensar y del querer del hombre, quien está llamado a realizarlo): para el romántico, expresión no es sino la concretización, en la realidad externa, de algo que siente o desea.
Esta teoría expresivista de Herder permite la difusión de una concepción que sostiene que, tanto el individuo como cada pueblo, tienen su propia manera de ser. Para este expresivismo, entonces, la idea que realiza el hombre no está determinada de antemano, como en Aristóteles, sino que estará completamente fijada cuando llegue a su cumplimiento ‒de allí la singularidad de cada hombre y de cada pueblo‒.
La realización de la forma permite, además, develar su sentido. La autoconciencia sólo se alcanza tras la expresión, esto es, luego de la realización, en la realidad externa, de algo que sentimos o deseamos. Aparece, como puede advertirse, una nueva idea de racionalidad: ésta ya no es principio de conformidad con el orden eterno de las cosas, manifestado en la naturaleza, sino auto-claridad. Sólo en la expresión se alcanza la completa mismidad y sólo a través de ella conquistamos la libertad: ser libre, así, equivale a la auto-realización. La verdad no es previa al desarrollo ya que sólo se despliega en la realización.
Lo referido nos pone de manifiesto que en el expresivismo reside un a priori: todo sujeto, sea individual o colectivo, que se auto-realice y autoesclarezca, deberá ser reconocido como valioso intrínsecamente.
De lo dicho hasta el momento puede advertirse que el punto de partida de esta concepción no es el ser (objeto propio de la metafísica) sino el modo de ser de cada hombre y de cada pueblo. Pero entonces, si la inteligencia humana no tiene como objeto propio al principio constitutivo de todo lo que es, al ser, sino a los diversos modos de ser, históricos y situados, entonces le resultará imposible a esta inteligencia adquirir verdades que tengan validez universal y necesaria y que sean trans-históricas: la inteligencia sólo será capaz de conocer categorías aplicables a un determinado modo de ser, o sea, no transferibles a otros.
Si no hay ser sino sólo modos del ser, entonces no pueden existir principios comunes a todo lo que es. La universalidad de la verdad, en consecuencia, cede su puesto a un conocimiento regional e histórico, expresión de un modo de ser concreto y transitorio.
3.- ¿Teología o ideología?
La tradición cristiana nos da cuenta de dos teologías: la denominada natural y la sobrenatural. La primera se ha ocupado de llegar, por el camino de la sola razón, a una Causa suprema que da cuenta de todo aquello que es. La segunda, por el contrario, parte de la misma Palabra de Dios a la que añade la razón filosófica para intentar comprenderla. Tanto la una como la otra son discursos acerca de Dios.
Ahora bien, estos discursos, todos ellos fundados sobre el principio de analogía, suponen la existencia de un ser que es, a la vez, diverso y semejante. Sin multiplicidad de objetos desemejantes y sin la participación de los mismos en una perfección común no puede existir la analogía, ni de atribución intrínseca ni de proporcionalidad propia. A esa realidad que es, a la vez, diversa y semejante, la metafísica cristiana la nombró ser. Y Tomás de Aquino estableció, en el seno mismo del ser, la distinción entre el Esse y el ente. El Esse es el ser concebido en términos de acto, y por eso le cabe sólo y propiamente a Dios; el ente es aquello que tiene ser, que participa del ser puesto que su esencia es diversa del acto de ser. Esta unidad-diversidad entre el Ser y el ente permite al hombre, desde el ámbito del ente, significar de alguna manera al ser. Y la vía cognoscitiva para hacerlo, como ya lo expresamos, es la analogía.
Pero avancemos todavía un poco más: para la denominada teología del pueblo expuesta por Scannone no se verifica ninguna semejanza entre el «nosotros estamos» y el «estar» («recipiente» sin fondo). Este último es lo totalmente Otro. La experiencia inmediata de un nosotros (pueblo), se yergue sobre un abismo (Abgrund) silencioso.
Ahora bien, si este abismo, es considerado como lo totalmente Otro, entonces nada puede resultar común entre el mismo y la experiencia del hombre forjada a partir de un nosotros histórico, situado. Este nosotros, en cuanto un modo particular de instalarse, que determina la peculiaridad de todo pueblo, se expresa a través del símbolo. La filosofía, como ya lo hemos adelantado, no tiene otra finalidad que la de articular esa sabiduría popular contenida en el símbolo. Si, entonces, no existe ningún elemento común entre el nosotros y el abismo propio del estar (principio-nada) ¿cómo poder hilvanar un decir acerca de ese principio nada?
Advertimos que la posibilidad de articular una teología, en tanto discurso acerca de Dios, resulta imposible. Descartada la analogía (dada la carencia de los presupuestos ontológicos necesarios), es tarea ímproba construir una teología por cuanto nada podemos decir acerca de un Abismo totalmente ajeno al mundo de la experiencia humana. El mismo Scannone expresa el propio límite que siente:
«Si queremos resumir todo lo dicho sobre el ‘estar’ en un lenguaje trinitario, podemos decir que acentuando la perspectiva del ‘estar’ se enfatiza lo sin-origen –que se dice negativamente como sustracción o misterio abisal–, y no tanto se recalca lo noético y lo penumático, dimensiones más propias, respectivamente, de los horizon tes del ser como ‘logos’ y del acontecer gratuito. Si quisiéramos recurrir a la terminología de Stanislas Breton –quien distingue tres posibilidades de comprensión metafísica del principio–, está claro que una metafísica del ‘estar’ estaría más cerca del ‘principio-nada’ –propio de la ontología y teologías negativas–, que del ‘principio-todo’ (más propio del ser como ken kai pan), o del ‘principio-eminencia » (en el que resplandece la síntesis del ser y del acontecer de la creación gratuita)[51].
El hombre no encuentra en su mundo, el del «nosotros estamos», algún elemento que permita establecer alguna relación con el Principio abisal. La experiencia del ‘nosotros estamos’ es la experiencia de lo provisorio, de lo contingente, de la historicidad. Esta conciencia de la propia historicidad permite al sujeto colectivo advertir que toda categoría empleada para describir la realidad tiene un origen puramente histórico, forma parte de una cultura determinada y es producto de determinadas opciones co-culturales y ético-políticas, como nos lo enseña el mismo Scannone. Estas categorías, meras expresiones de un modo de ser histórico, no pueden ser la expresión de un principio-nada situado más allá de dicha experiencia.
A esta altura resulta una perogrullada decir que la verdad, en este nuevo escenario, no se descubre, sino que se construye. El hombre sólo es capaz de reconocer, de ver aquello que se puede comprobar, que está ahí manifiesto. Los pueblos hacen la verdad cuando, mediante su acción, transforman el mundo construyendo una sociedad fraterna. Refiere Gutiérrez: «… únicamente haciendo esta verdad se verificará, literalmente hablando»[52].
Sólo conoce realmente la verdad quien la pone en práctica (recuérdese la realización del expresivismo romántico). Ahora bien, si el hombre sólo es capaz de ver una verdad que él mismo ha puesto en acto o fabricado, ¿cómo le será posible introducirse en el misterio de Dios?, ¿cómo podrá conocer una realidad que trascienda su mundo de comprensión? Obviamente que la respuesta es negativa. Dios, en definitiva, queda reducido al sentido que nosotros le proveamos: de esta forma, el hombre mismo se convierte en la medida de la revelación. Y así, la dimensión histórica se transforma, par0a este mismo hombre, en una muralla imposible de traspasar. En efecto, toda categoría remite siempre y de modo necesario a su experiencia histórica.
En este orden de cosas, Scannone se formula un interrogante capital que –él mismo reconoce– «el pensamiento latinoamericano no ha respondido todavía suficientemente»[53]. Esa cuestión se pregunta acerca de la posibilidad de conciliar el decir que tiene como horizonte el estar, con la comprensión cristiana de la trascendencia de Dios, de la creación, la historia de la salvación y la universalidad del pueblo de Dios en medio de los pueblos. La respuesta a esta cuestión, de lo dicho hasta el momento, resulta totalmente obvia. La asunción, por parte de la denominada «teología del pueblo», de una visión historicista y hermenéutica de la realidad, no puede conciliarse, de manera alguna, con las verdades reveladas que la Iglesia católica conserva y predica. El historicismo situado de la «teología» del pueblo rechaza toda realidad que goce de estabilidad, permanencia y durabilidad. En consecuencia, ningún conocimiento (o proposición) puede ser objeto de una adhesión definitiva. Si para esta visión, todo debe «ponerse en situación», consecuentemente todo pasa a reñirse con la universalidad… excepto, claro está, este mismo punto de vista. Al respecto, Claude Geffré ha señalado cómo la hermenéutica predispone tanto a la fe como a la teología al pluralismo religioso. Esta perspectiva, que para este autor durará hasta el fin de la historia, plantea la necesidad de un ecumenismo planetario[54]. La pluralidad de las religiones que opera en la visión historicista y hermenéutica, genera una pluralidad de religiones, y esta realidad es un hecho insuperable[55].
La religiosidad popular que reside en la sabiduría popular es multívoca: pretender que ella alcance un cierto grado de univocidad equivaldría a la negación de una religiosidad popular que contiene una gran diversidad de creencias y expresiones religiosas (y que, por eso, constituye uno de los elementos de integración de los pueblos latinoamericanos). Sin embargo, como ya hemos advertido, esta particularización afecta a la misma fe católica: la rapsodia, constituida por los diversos modos del «nosotros-estamos», conduce a una fragmentación religiosa incompatible con una fe católica que exige universalidad y plena unidad.
La reflexión teológica, consecuentemente, ya no podrá partir de verdades eternas, trans-históricas, que existan por encima de los modos del ser constituidos por cada pueblo; la reflexión teológica pasará a ser una meditación situada, encarnada en la vida peculiar de cada pueblo, de cada comunidad histórica. Y como cada pueblo (por el hecho de ser) es verdadero y bueno, en él reside una sabiduría de la cual es preciso echar mano para realizar una inteligencia de la fe cristiana. Mejor dicho: la inteligencia de la fe cristiana no será otra cosa que la mismísima sabiduría popular, esto es, la articulación racional de la experiencia que ese nosotros tiene del principio-nada.
Frente a la cuestión de lo totalmente Otro, el pueblo se mantiene en silencio. El decir no puede significar jamás a esa Realidad tal como es en sí, sino sólo a la experiencia que de ella ha tenido, en el tiempo histórico, el «nosotros». La teología se convierte en una empresa imposible.
Desde y a partir de esa vivencia religiosa a la cual se le adjudica la calificación de «sapiente» se llevará a cabo una inteligencia de la fe cristiana. En efecto, el punto de partida de esta teología no son las verdades de la fe creídas por la Iglesia católica[56]sino la fe vivida, es decir, encarnada en una determinada situación histórica[57]. El punto de partida, claramente, no es teórico sino, ante todo, práctico: se trata de un conocimiento que sólo se brinda en la praxis. La superación del logocentrismo, nos dice Scannone, conduce a la afirmación de la prioridad de la praxis sobre la pura teoría[58]. Esto significa que la fuente de conocimiento de la inteligencia humana no es el ser a contemplar (teoría) sino la acción, la praxis de liberación que permitirá al nosotros-estamos ser en plenitud. En este sentido, la «teología» se ocupará de criticar y articular este conocimiento al que debe servir y respetar en su valor de verdad[59].
Ya no son las verdades evangélicas el horizonte de comprensión a partir del cual juzgar el mundo: el nuevo locus teológico es eminentemente práctico, es decir, sólo valorable en su oportunidad y significación producida por una situación. Esto conduce a una relativización absoluta de la verdad y del bien. La filosofía no tiene ya como finalidad la búsqueda de la verdad sino la de cooperar con el proyecto del pueblo, para que éste pueda desarrollarse de acuerdo a su peculiar modo. La filosofía deja de ser amor al saber para convertirse en ideología: instrumento exclusivo al servicio del poder de un determinado modo de estar.
La filosofía ya no tendrá como finalidad dar cuenta de la estructura inteligible de lo real: sólo deberá servir a la auto-afirmación del pueblo. Platón, frente a esta pérdida del sentido de lo justo, advertía acerca de la necesidad de establecer, por encima del individuo y de la comunidad, un orden del ser objetivo a partir del cual tomar la medida.
La primacía que esta nueva postura le otorga a la acción, producto de la negación de la inteligibilidad del ser, la conduce a ser presa del grave peligro denunciado por el filósofo de la Academia. Permítasenos citar estas clarividentes palabras de Santorsola:
«Fuera de un horizonte metafísico, la relación de teoría y praxis no puede más que resolverse en una absorción de la primera por parte de la segunda, y por eso de la asunción del principio marxista de una filosofía que debe hacerse mundo… Eliminada la idea de Logos, es decir, de una razón superior de la cual participaría el hombre, es negada la posibilidad de verdades eternas, por lo cual la verdad no es suprahistórica sino producto de la historia. Por eso, la praxis absorbe la teoría y se convierte en su génesis»[60].
Luego de lo referido puede advertirse, con total claridad, que la «teología» del pueblo en virtud de su carácter totalmente situado, no se encuentra en condiciones de criticar a la sabiduría popular, antes bien debe servirla articulándola. La fe católica debiera renunciar a su pretensión de verdad y de universalidad para pasar a ser una expresión más de las diversas maneras que tienen los pueblos de vivir y sentir lo religioso. Nos parece que esta «teología del pueblo» ha desoído aquella voz de la tradición cristiana que afirma que la realidad precursora y la preparación interna de la fe cristiana no se encuentra en las religiones sino en la ilustración filosófica griega. Refiere Ratzinger: «El cristianismo se basa, según Agustín y según la tradición bíblica determinante para él, no en imágenes y vislumbres míticos, cuya justificación reside finalmente en su utilidad política, sino que se halla en relación con aquello que el análisis racional de la realidad es capaz de percibir acerca de lo divino… Lo cual quiere decir: la fe cristiana no se basa en la poesía ni en la política, esas dos grandes fuentes de la religión, sino en el conocimiento. Adora aquel Ser que constituye el fundamento de todo lo que existe, al ‘Dios real’… Por tanto, puesto que el cristianismo se entendía a sí mismo como victoria de la desmitologización, como victoria del conocimiento y, con él, como victoria de la verdad, por esta misma razón el cristianismo tuvo que considerarse a sí mismo como universal y como destinado para todos los pueblos: no como una religión específica que desplaza a otras, no como una religión que se alza con una especie de imperialismo religioso, sino como la verdad que hace que la apariencia sea superflua… el cristianismo… pretendía ser no una religión entre otras religiones, sino la victoria de la inteligencia que había triunfado sobre el mundo de las religiones»[61].
Conclusiones
De lo analizado precedentemente, podemos extraer las siguientes conclusiones:
La teología del pueblo hunde sus raíces en una concepción filosófica romántica: de esta última toma las categorías de expresividad y clarificación, entendiendo por expresión la concretización en la realidad externa de algo que siente o desea cada pueblo, y no como una acción guiada por un orden ideal que existe de un modo independiente del pensar y del querer del hombre. De este modo encontramos, en su mismo punto de partida, una rapsodia o fragmentación de lo real en detrimento de la unidad y, por eso, de toda universalidad. Al no existir, para la teología del pueblo una regla universal con la cual medirse, entonces lo propio, el ser mismo del pueblo es, de suyo, verdadero y bueno. Por eso se califica de sabiduría a aquel conocimiento supuestamente sapiencial que se encuentra en lo más genuino del pueblo. Al respecto, nos permitimos referir la siguiente reflexión de Leo Strauss: «Aquellos pocos griegos en los que pensamos normalmente cuando hablamos de los griegos se distinguían de los bárbaros, por así decir, sólo por su voluntad de aprender –de aprender también de los bárbaros-; mientras el bárbaro, el bárbaro no griego como el bárbaro griego, cree que todas estas cuestiones (Strauss hace referencia a aquellas cuestiones acerca del saber, de la ciencia) han sido resueltas por la propia tradición ancestral, o sobre la base de ella»[62].
La teología del pueblo no escapa de la influencia de una filosofía del devenir propia del marxismo que se hace mundo y que privilegia la praxis en detrimento de la teoría. La teología del pueblo, en efecto, coincide con el cambio epistemológico operado en el ámbito de la filosofía por Carlos Marx. La filosofía no tiene por cometido descubrir la verdad de las cosas (preeminencia de la eternidad) sino la transformación de las mismas (sobrevaloración del tiempo en términos de futuro).
La idea del «estar siendo» que refiere la esencial fluidez de todo lo que es, unida a su situacionalidad, hacen que toda interpretación se ejerza dentro de su estrecho horizonte y en función de las estrictas exigencias de su transcurrir. De allí que la teología del pueblo sea, en realidad, una ideología, esto es, una expresión de una determinada situación histórico-social de un pueblo, la cual responde a intereses de clase, a motivaciones inconscientes y a condiciones concretas de existencia social. Toda especulación teórica, si es que pretende ser inculturada, no puede sino ponerse al servicio de los referidos intereses, motivaciones y condiciones concretas de existencia social.
La teología, tanto natural como sobrenatural, no son posibles de ser desarrolladas. Y esto por dos razones: entre el Principio fontanal de todo lo que es –lo totalmente Otro–, y el pueblo, no existe nada en común. En consecuencia, todo decir fundado en la semejanza (recuérdese al principio de analogía al que hicimos referencia) no tiene asidero. El hablar del hombre es siempre auto-referente: sólo puede hablar desde y en función de su acotada experiencia puramente histórica y situada. La historicidad se fagocita al ser del hombre.
En función de los referidos presupuestos, no resulta posible la existencia de una religión que sea universal. Recordemos que, para esta postura, el ser es pura diversidad: no existe el ser sino modos del ser (= pueblos). Toda religión no es sino el producto de una interpretación de la vivencia que cada pueblo tiene de aquello que se le presenta como lo totalmente Otro. En este sentido, la religión católica no tiene derecho a la tarea de evangelización que Cristo le encomendara vivamente a sus discípulos. La religión católica no escapa a la historicidad de todo lo que es: también ella es producto de la vivencia de un pueblo situado en determinado tiempo y espacio. Su verdad no es universal, sino puramente histórica y situada.
Nos permitimos, finalmente, una digresión a modo de cierre del presente escrito.
Lo analizado en este trabajo nos conduce a constatar aquello que en 1909 el Padre Enrico Rosa sostenía en el Prefacio de un escrito que reunía varios trabajos sobre el modernismo. Allí, Rosa afirmaba que el modernismo es un nuevo cristianismo que amenaza con suplantar al antiguo y que penetra por todas partes en las ideas, en el espíritu, en la vida[63]. Y lo compara con la crisis desatada en la Iglesia con la presencia, en sus primeros tiempos, del gnosticismo. En el año 1997, el por entonces Cardenal Joseph Ratzinger señalaba cuatro grandes crisis por la que había debido pasar la Iglesia católica: la del gnosticismo, la del arrianismo, la de la Reforma y la actual. Y esta última, agregaba, afectaba a las raíces mismas de la Iglesia, de la fe[64].
¿En qué consistía dicha crisis, para el entonces Cardenal Ratzinger? Señala nuestro autor: «Al comienzo del tercer milenio, el cristianismo se encuentra en una profunda crisis, precisamente en el espacio en que se produjo su expansión original, Europa. Se trata de una crisis basada en su pretensión de ser la verdad»[65]. Hoy se cuestiona la capacidad del ser humano, continúa Ratzinger, para conocer la genuina verdad acerca de Dios y de las cosas divinas[66]. Y remata: «El fundamento filosófico del cristianismo llegó a hacerse problemático a causa del ‘final de la metafísica’; sus fundamentos históricos se han puesto en duda por los métodos históricos modernos. Y, como consecuencia, resulta también obvio la reducción de los contenidos cristianos a un valor simbólico, el no concederles una verdad superior a la que tienen los mitos en la historia de las religiones, el considerarlos como una forma de experiencia religiosa que debiera situarse humildemente junto a otras experiencias religiosas. Se siguen utilizando las formas de expresión del cristianismo, pero, claro está, modificando de raíz su pretensión de enseñar la verdad. Lo que, por ser verdad, tenía fuerza obligatoria y contenía una promesa fiable para el hombre, se convierte ahora en una forma de expresión cultural del sentimiento religioso universal, que nos viene sugerida por las circunstancias casuales de nuestro origen europeo»[67].
A nadie escapa la lucha intestina que anida en la actual Iglesia católica, producto del enfrentamiento de dos visiones totalmente contrapuestas: dos formas de concebir y vivir el cristianismo enteramente diversas. Troeltsch, en su escrito ¿Qué significa «esencia del cristianismo»?, señala que, determinar la esencia del cristianismo, es una tarea meramente histórica[68]. Esto equivale a alcanzar dicha esencia a través de «una síntesis de todo elemento histórico en un desarrollo total de la humanidad, del nexo y la reconstrucción de cuanto ha acaecido en base a los principios de verosimilitud fundada sobre la analogía, de la crítica de toda tradición según estos principios y de la síntesis de los eventos que se suceden en el curso de la vida en valores que realizan tales eventos y que en tales circunstancias son considerados, precisamente, como valores por parte de las generaciones que los producen… Son estos los presupuestos del concepto de esencia»[69].
Como puede advertirse, ya no existe algo que se sitúe por encima de lo que acontece: todo es un producto histórico, incluido el mismísimo cristianismo. De allí que éste, para Troeltsch, no pueda pretender ser el depositario de la verdad. Toda religión es producto de una cultura y, por eso, cada religión está sujeta a determinada cultura. Por lo tanto, el cristianismo es únicamente la faceta del rostro de Dios hacia Europa[70].
Frente a esta reducción a pura historicidad, se yergue aquella teología católica que desde una metafísica del ser pensó su realidad en términos de verdad trans-histórica y universal.
A nuestro juicio, la crisis actual de la Iglesia consiste en el abandono de la metafísica del ser, de cuño griego, y la asunción de una filosofía del devenir que todo fluidifica, incluidas las verdades en las que la Iglesia siempre ha creído y predicado. De la asunción de una u otra filosofía para interpretar lo que se cree, han surgido dos cristianismos de signo completamente diverso. ¿Cuál será el desenlace de esta crisis? Desde un análisis puramente racional no lo podemos determinar con exactitud. Sólo podemos afirmar que si es cierto, como refiere el Abstract del artículo de Scannone sobre «El papa Francisco y la teología del pueblo»[71], que con el actual Papa la teología del pueblo ha ganado Roma, entonces la crisis de la Iglesia católica se habrá convertido en terminal. Aun así, hacemos nuestras las palabras de Ernst Renan, en el sentido de que la dilucidación de su desenlace final corresponde «… a las grandes horas de la providencia»[72].
Notas
[2] J. C. Scannone, «La teología de la liberación. Caracterización, corrientes, etapas», Stromata 38 (1982) 26.
[3] J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 26.
[4] E. Balivar, «Classes», en: G. Labica – G. Bensussan (dirs.), Dictionnaire critique du marxisme, Press Universitaires de France, Paris 1982, 154.
[5] J. C. Scannone, Evangelización, cultura y teología, Guadalupe, Buenos Aires 1990, 166.
[6] J. C. Scannone, «El papa Francisco y la teología del pueblo», Razón y Fe 271/1395 (2014) 35. Este clasismo se traduce, en el plano político, en un manifiesto partidismo. El pueblo, en tanto clase socio-cultural, posee una conciencia nacional en tanto sujeto de un proyecto histórico y de una organización de la convivencia mutua, que lo ha conducido a asumir a aquel movimiento político denominado peronismo. Sucede que el peronismo es más que un partido político: es un movimiento cultural que vehiculiza ese modo de ser y de sentir del pueblo humilde y desposeído y que también incluye a los no peronistas (J. C. Scannone, Evangelización…, 194). Al respecto, cabe consignar que el peronismo no fue un movimiento clasista. Para Perón «todo» argentino de buena voluntad estaba llamado a formar parte del mismo. Claro está que la voluntad se convertía en buena cuando hacía suyo el pensar, el querer y el sentir de Juan Domingo Perón (Cfr. al respecto nuestro escrito: C. D. Lasa, Juan Domingo Perón: el demiurgo del praxismo en Argentina, Dunken, Buenos Aires 2012, 27-31).
[7] J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 11.
[8] E. Troeltsch, «La situazione teologica e religiosa contemporanea», en: E. Troeltsch, Scritti Scelti. UTET, Torino 2005, 451.
[9] Cfr. E. Troeltsch, «La situazione teologica…», 474.
[10] Cfr. E. Troeltsch, «La situazione teologica…», 455-456.
[11] Cfr. J. C. Scannone, Nuevo punto de partida en la filosofía latinoamericana, Guadalupe, Buenos Aires 1990, 26.
[12] Cfr. J. C. Scannone, Evangelización, cultura y teología…, 34.
[13] J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 10.
[14] Cfr. J. C. Scannone, «La teología de la liberación…»,10.
[15] Cfr. J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 10.
[16] Cfr. J. C. Scannone, Evangelización, cultura y teología…, 214.
[17] Y. Congar, La fe y la teología, Herder, Barcelona 1977, 161.
[18] Cfr. Y. Congar, La fe y la teología…, 161-162.
[19] A. Del Noce, I cattolici e il progresismo, Leonardo Editore, Milano 1994, 46.
[20] Esta asunción del nosotros, de lo colectivo en detrimento del singular, ha conducido a la Iglesia católica, por un lado, a la renuncia de aquella acción primaria en tanto educadora de las conciencias de los hombres, y por el otro, a la elaboración de una pastoral cuyo criterio supremo no está constituido por los principios o verdades evangélicas a partir de los cuales juzgar al mundo, sino por situaciones que son, en esencia, prácticas, que exigen ser evaluadas considerando la oportunidad y significación en tanto productos de la situación. De esta manera, todo principio verdadero es relativizado en función de una situación pastoral o de un tiempo particular. En realidad, los referidos principios verdaderos dejan de ser tales para convertirse en puros instrumentos de acción ordenados a la auto-posición de quien los emplea.
[21] Cfr. J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 21.
[22] Cfr. J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 23. 23 Cfr. J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 25. 24 Cfr. J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 25.
[25] Hacemos referencia a la revelación gratuita, dada en la historia al hombre, por parte de Dios.
[26] J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 47.
[27] J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 48. 28 J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 50. 29 J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 52.
[30] J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 53.
[31] J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 59.
[32] J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 18.
[33] J. C. Scannone, «La irrupción del pobre y la pregunta filosófica en América Latina», en: J. C. Scannone - M. Perine, Irrupción del pobre y quehacer filosófico hacia una nueva racionalidad, Bonum, Buenos Aires 1993, 125.
[34] Cfr. J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 20.
[35] Cfr. J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 26.
[36] J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 27.
[37] L. Gera, «Religión y Cultura», Nexo 9 (1986) 70.
[38] L. Gera, «Religión y Cultura»…, 70.
[39] L. Gera, «Religión y Cultura»…, 72.
[40] Cfr. J. C. Scannone, Evangelización, cultura y teología…, 223.
[41] Cfr. J. C. Scannone, Evangelización, cultura y teología…, 222.
[42] J. C. Scannone, Evangelización, cultura y teología, 223. Lo afirmado por Scannone guarda estrecha relación con lo sostenido por Juan José Hernández Arregui en 1963. Este último afirmaba: «El ‘ser nacional’ es entonces alterado –que es una forma de negarlo– por las clases superiores infartadas en el universo abstracto de las formas económicas y culturales del imperialismo, y al revés, el ‘ser nacional’ es afirmado por aquellas que sufren su yugo. Y si el ‘ser nacional’, ahora despojado de sus velos abstractos, es afirmación y no negación, simultáneamente es conciencia antiimperialista, voluntad de construir una nación» (J. J. Hernández, ¿Qué es el ser nacional? La conciencia histórica iberoamericana, Buenos Aires, Ediciones Continente, 2017, 20)
[43] A. Roig, Rostro y filosofía de América, Ediunc, Mendoza 1993, 128.
[44] Ch. Taylor, Hegel, Anthropos, Barcelona 2010, 6.
[45] Cfr. Ch. Taylor, Hegel…, 8.
[46] J. Habermas, El discurso filosófico de la modernidad, Katz, Buenos Aires 2008, 27.
[47] Ch. Taylor, Hegel…, 12.
[48] Ch. Taylor, Hegel…, 14.
[49] Ch. Taylor, Hegel…, 15.
[50] Ch. Taylor, Hegel…, 16.
[51] J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 53-54.
[52] G. Gutiérrez, Teología de la liberación, Sígueme, Salamanca 1977, 33.
[53] J. C. Scannone, Nuevo punto de partida…, 36.
[54] C. Ceffré, Credere e interpretare. La svolta ermeneutica della teología, Querinana Edizioni, Brescia 2002, 120 ss.
[55] Cfr. C. Ceffré, Credere e interpretare…, 8, 107, 149.
[56] J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 10.
[57] Cfr. J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 10.
[58] Cfr. J. C. Scannone, Religión y nuevo pensamiento. Hacia una filosofía de la religión para nuestro tiempo desde América Latina, Anthropos, Barcelona 2005, 25.
[59] J. C. Scannone, «La teología de la liberación…», 10.
[60] L. Santorsola, Il problema dell’etica nella società secolarizzata secondo il pensiero di Augusto Del Noce, Pontificia Università Lateranense, Roma 1999, 393.
[61] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Sígueme, Salamanca 2005, 149.
[62] L. Strauss, «El nihilismo alemán», en: r. eSpoSito - c. GAlli - v. vitiello (comps.), Nihlismo y política. Con textos de Jean-Luc Nancy, Leo Strauss, Jacob Taubes, Ediciones Manantial, Buenos Aires 2008, 140.
[63] E. Rosa, Il modernismo. Studi e commenti, Civiltà Cattolica, Roma 1909, III.
[64] Cfr. J. Ratzinger, La sal de la tierra. Cristianismo e Iglesia católica ante el nuevo milenio. Una conversación con Peter Seewald, Libros Palabra, Madrid 2005, 171-173.
[65] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia…, 142.
[66] Cfr. J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia…, 143.
[67] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia…, 144.
[68] E. Troeltsch, «Che cosa significa «essenza del cristianesimo?», en: E. Troeltsch, [Scritti Scelti][. UTET, Torino 2005, 258.]
[69] E. Troeltsch, «Che cosa significa…», 258.
[70] J. Ratzinger, Fe, verdad y tolerancia…, 144.
[71] Cfr. J. C. Scannone, «El papa Francisco y la teología del pueblo», 31.
[72] Citado por E. Troeltsch, «Sguardo retrospettivo su mezzo secolo di scienza teológica», en: E. Troeltsch, Scritti Scelti, 536
Artículo publicado originalmente en la revista Anales de Teología (Chile), reproducido con permiso del autor.
InfoCatólica 10.9.19
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